Ahora siento no poder ponerme a tirar cosas contra
paredes desnudas y que se hagan añicos mientras mis ojos arden.
De furia, de impotencia y de dudas.
Las dudas que no hacen más que avivar mi ira.
Hace mucho que leo lo que escribo y reconozco que ya no
soy yo. La yo que conseguía imprimir entusiasmo en cada una de sus palabras,
que transmitía lo que sentía y jugaba con las letras según quisiera.
Ahora mis palabras ya no bailan. Se sientan con la cabeza
gacha y la mente en blanco. Se dedican a esperar que de nuevo vengan días de
inspiración.
Tan sumisas, tan impregnadas de significado que no dicen
nada.
Creo que ya llegó. Ahora que la ira vuelve a hacerme
arder, siento que puedo conseguir quemar esa silla en la que me sentaba con la
cabeza gacha, mientras recorro corriendo el espacio de tiempo que me separaba
de mi antiguo yo.
El que tenía días felices y no caras largas. Buenas palabras
para todos en vez de frías miradas. Algún que otro amor pero ningún lío de
faldas.
Porque de verdad,
lo que más odio de mi amargado y nuevo yo es el odio que irradio con mi cuerpo
y mis palabras, que es un odio verdadero, puro, mezclado con un rencor que no
deja de contradecirme, alarmándome y tranquilizándome según le parezca.
Quiero mi antiguo odio, que era más bien enfado, del que
pasados dos días uno ya ni se acuerda.
Y lo que de verdad echo de menos y siento que me falta es
mi orgullo. Que nadie quebrantaba y yo misma me encargaba de que nadie pisoteara.
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